Pasar frente a una vidriera y ver la ropa expuesta sobre maniquíes parece una cosa normal, pero pocos imaginan que ese elemento los vincula con Tutankamón. En 1923, Howard Carter abrió la tumba del célebre faraón que había vivido 1350 años antes de Cristo y encontró un cofre con la ropa del monarca y, a su lado, un maniquí sin brazos ni piernas, pero con el rostro del rey, sobre el que se probaban sus ropas y joyas, debido a que su sagrado cuerpo no podía ser tocado por los sastres reales. La influencia egipcia se extendió a toda el área mediterránea y fue así que la esposa de Nerón tenía un maniquí con su imagen para elegir su ropa; aunque el fuego y la mala suerte de Popea dejaron pocos evidencias de ese elemento. Pasaron los años y en el siglo XIV aparecieron las muñecas de moda. Estas se podrían vincular más con los maniquíes de uso comercial, ya que no eran juguetes, sino que servían para difundir el diseño y la confección francesa por el resto de Europa, como si fueran revistas de modas. En 1396, Carlos VI encargó a Robert de Varennes, sastre de la corte, una muñeca de tamaño natural, para hacer vestidos con el estilo de la corte francesa para que su mujer, la reina Isabel de Baviera, enviara a su hija y futura reina de Inglaterra como parte de las negociaciones de paz con Ricardo II, aunque la pequeña monarca tendría poco tiempo para usarlos, ya que cuatro años después el luto por su marido se impondría en su vestuario. En 1496, Isabel la Católica mataba el tiempo vistiendo una gran muñeca que le había regalado Ana de Bretaña y a fines del siglo XVI los monarcas europeos producían sus muñecas de moda, con los las particularidades de sus estilos nacionales. En los siglos XVII y XVIII, las damas de España, Italia, Alemania e Inglaterra esperaban ansiosas su llegada al principio de cada temporada. A principios del siglo XVIII, París fue la capital mundial de la moda, se crearon las primeras escuelas de moda y con ellas los maniquíes de costura de mimbre, madera y papel maché. La moda tuvo tal desarrollo que, cuando Francia e Inglaterra entraron en guerra y los maniquíes no llegaban a Londres, el embajador inglés tuvo que intervenir para remediarlo y darle un salvoconducto especial a esos implementos. Los maniquíes también cruzaron el Atlántico y llegaron a Nueva York y Boston, donde en 1790 se denominaban “las grandes mensajeras de la moda”. La reina María Antonieta encargó a su modista, Rose Bertin, vestidos con las últimas tendencias de Versalles, los que enviaba a sus hermanas y su madre (la emperatriz María Teresa de Austria). Los retratistas italianos del siglo XVIII utilizaban maniquíes de tamaño natural, completamente articulados y cubiertos de ropajes, parar sus cuadros en ausencia del modelo real. En los talleres alemanes se utilizaban muñecos con formas simples y cúbicas que llamaban Possen. Después de la Revolución Francesa, las muñecas se transformaron en algo raro y los comerciantes parisinos se volcaron a los grabados, para vender el estilo francés por todo el mundo. En 1870 Francia introdujo el primer maniquí de cuerpo completo, en plena Revolución Industrial, cuando la aparición de grandes placas de vidrio plano permitieron crear las vidrieras; la electricidad apuró la aparición de los carteles luminosos y la iluminación de escaparates y la máquina de coser amplia la difusión de la moda. Hombres y mujeres paseaban para ver las vidrieras, el maniquí se convirtió en un pilar de visualización, superando la funcionalidad de su modista inicial. Los primeros maniquíes creados para este propósito se hicieron de cera y madera. Luego de la Primera Guerra Mundial, la madera, el cartón, el papel maché y, finalmente, el plástico, traerían los maniquíes que llegarían hasta las vidrieras del siglo XXI. 06/05/2015 ep